
Sombrero de ala corta, saco y corbata, gafas de sol con lentes de espejo, un bulto en la cintura dando a entender, "vengo armao". Cara de pocos amigos. Forma de caminar que indica, "ponte en tu sitio, pendejo, cuando yo paso, tú tiemblas".
Vehículos alemanes, los mismos que Hitler patrocinó para complacer al vulgo, "die Volks", con un "Wagen" y que los dominicanos, con tanta chispa como los berlineses que a puertas cerradas se burlaban del Tercer Reich, denominaron "cepillos" porque por donde pasaban dejaban el limpio.
No había palique en la esquina ni bebedera de cerveza en el colmado que no se terminara cuando se oía el run-rún de aquellos motores que eran la coda de nuestro concierto de terror.
Calles vacías. Puertas cerradas. Aldabas, seguros, picaportes, pestillos, en percusión unísona y sincopada. La cacofonía del miedo.
De dos en dos acechaban. En el colegio, en la iglesia, al salir del cine. No había escape. El teléfono obviamente interferido. Yo, al teléfono con una u otra de las tías, "Dice Mamy que tiene una receta nueva", contraseña de que había alguna noticia interesante que por lo general terminaba siendo sólo un rumor. El Valium se puso de moda. Cómo no, si de alguna manera había que conciliar el sueño.
A más de cincuenta años, cuando sentimos que podemos hacer y decir lo que nos dé la gana, rememorar esta etapa es como rascar una cicatriz que no ha sanado completamente. Es un puño en el estómago, una garra en la garganta. Y mi temor es que los de ahora no van a entender, no van a creer y volverán a caer en algo tan o más funesto de lo que fuera La Era.